ANDABA estos días trasteando con las fotografías tomadas en mi viaje a la isla de Juan Fernández, en marzo de 2003, y escribiendo unas notas sobre Blanca Luz Brum, a propósito del reciente rescate del Ejercicio Plástico, la obra de Siqueiros, así que me ha parecido oportuno copiar aquí algunas páginas de dos libros míos que tratan sobre la isla: La isla de Juan Fernández (2005), que la editorial, por su cuenta y riesgo, subtituló "Viaje a la isla de Robinson Crusoe", y la novela La calavera de Robinson (2006).
El primero lo presenté a un premio, a instancias de la editorial que lo convocaba, y no hubo suerte. Quedó finalista. Los escritores que estaban en el jurado saben lo que pasó. Lo escribí sobre el guión de mi diario de viaje de esos meses, que tiene por título Los días australes y permanece inédito, en Sutegia, la casa de Baztán en la que vivía por entonces, y en un loft -y al pollo le llaman pularda berrean en mi tierra- en la plaza de La Matriz, de Valparaíso, entre mayo y junio de 2004.
EL segundo lo escribí al hilo de la estafa mediática perpetrada a tantas manos como se necesitan para un buen lance de trile, a finales del año 2005, a propósito del tesoro de Juan Fernández y de las monumentales falsedades que se han escrito a ese propósito.
Nada de lo que se decía era cierto. No hay un solo documento en los Archivos de Indias que implique de la manera que sea al marino vasco Juan de Ubilla y Echeverría en la distracción de un galeón cargado con un tesoro de Indias. De lo contrario, que den su signatura o exhiban su contenido. A primera vista no existe ningún rastro documental de esa misteriosa derrota de muchos meses de duración. Lo único cierto es la muerte de Ubilla, al mando de una flota cargada con un fabuloso tesoro que todavía andan rescatando, el del Atocha, en los cayos de Florida.
No hay una sola página de las hasta ahora publicadas que ubique a Ubilla, en sus cargos, familia y hechos de armas, no ya en Juan Fernández, sino en México o en la metropoli.
Esa es una de tantas falsificaciones históricas que corren en beneficio de la industria turística, a cargo de esa nueva mandanga que lleva por nombre de guerra "turismo cultural".
AHORA, cuando respaso esas páginas, tengo un recuerdo agridulce de mis días en Juan Fernández. De entrada no caí en una buena hostería. Me la recomendó un arquitecto que había hecho unas obras en la isla, pero que tenía cuentas pendientes con la hostelera y me ví entre dos fuegos. A la hostelera la apodaban La Brujildad y era un mal bicho, entrometida, maldiciente y cicatera. Le podía la mala intención, aparte de tener un sentido pintoresco de la aritmética. Tenía a gala descender de uno de los presos por delitos comunes del presidio de la isla.
Marcos Errazuriz no entendía porqué no cogía mi petate y me largaba de aquella siniestra hostería de la madama Brawning, cosa que al final me vi obligado a hacer. Gané con el cambio porque me fui a las cabañas de María Eugenia Beeche, gente de otra pasta que te hace recordarla con cariño.
Allí casi todo está empañado por la industria turística. De algo tienen que vivir los isleños, aparte de la pesca de la langosta.
El año pasado me tropecé en la plaza Aníbal Pinto de Valparaíso con una isleña que se dedica con fortuna a la artesanía. Me alegraría mucho que le fuera muy bien.
El primero lo presenté a un premio, a instancias de la editorial que lo convocaba, y no hubo suerte. Quedó finalista. Los escritores que estaban en el jurado saben lo que pasó. Lo escribí sobre el guión de mi diario de viaje de esos meses, que tiene por título Los días australes y permanece inédito, en Sutegia, la casa de Baztán en la que vivía por entonces, y en un loft -y al pollo le llaman pularda berrean en mi tierra- en la plaza de La Matriz, de Valparaíso, entre mayo y junio de 2004.
EL segundo lo escribí al hilo de la estafa mediática perpetrada a tantas manos como se necesitan para un buen lance de trile, a finales del año 2005, a propósito del tesoro de Juan Fernández y de las monumentales falsedades que se han escrito a ese propósito.
Nada de lo que se decía era cierto. No hay un solo documento en los Archivos de Indias que implique de la manera que sea al marino vasco Juan de Ubilla y Echeverría en la distracción de un galeón cargado con un tesoro de Indias. De lo contrario, que den su signatura o exhiban su contenido. A primera vista no existe ningún rastro documental de esa misteriosa derrota de muchos meses de duración. Lo único cierto es la muerte de Ubilla, al mando de una flota cargada con un fabuloso tesoro que todavía andan rescatando, el del Atocha, en los cayos de Florida.
No hay una sola página de las hasta ahora publicadas que ubique a Ubilla, en sus cargos, familia y hechos de armas, no ya en Juan Fernández, sino en México o en la metropoli.
Esa es una de tantas falsificaciones históricas que corren en beneficio de la industria turística, a cargo de esa nueva mandanga que lleva por nombre de guerra "turismo cultural".
AHORA, cuando respaso esas páginas, tengo un recuerdo agridulce de mis días en Juan Fernández. De entrada no caí en una buena hostería. Me la recomendó un arquitecto que había hecho unas obras en la isla, pero que tenía cuentas pendientes con la hostelera y me ví entre dos fuegos. A la hostelera la apodaban La Brujildad y era un mal bicho, entrometida, maldiciente y cicatera. Le podía la mala intención, aparte de tener un sentido pintoresco de la aritmética. Tenía a gala descender de uno de los presos por delitos comunes del presidio de la isla.
Marcos Errazuriz no entendía porqué no cogía mi petate y me largaba de aquella siniestra hostería de la madama Brawning, cosa que al final me vi obligado a hacer. Gané con el cambio porque me fui a las cabañas de María Eugenia Beeche, gente de otra pasta que te hace recordarla con cariño.
Allí casi todo está empañado por la industria turística. De algo tienen que vivir los isleños, aparte de la pesca de la langosta.
El año pasado me tropecé en la plaza Aníbal Pinto de Valparaíso con una isleña que se dedica con fortuna a la artesanía. Me alegraría mucho que le fuera muy bien.
* * *
CASI todo lo que concierne a Blanca Luz Brum está en una penumbra sabiamente administrada. No sé hasta qué punto son fiables las memorias publicadas en 2004 con el título Cartas de amor a Siqueiros y si estas, basándose en un manuscrito o mecanoscrito que pocas personas han podido ver, es fiel al original que conservaban sus herederos.
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"EN LA ALDEA Daniel Defoe, la María Eugenia Beeche me da una de las cuatro cabañas que componen la aldea. Tiene un gran ventanal que da al mar que rompe casi al pie de la terraza. En el jardín hay plantados ibiscus que están en flor y hay floripondios de color blanco y de color fuego, y árbol de la col y unos huesos de una ballena varada en la isla. Y cuando me asomo un cardumen de vidriolas pasa dando brincos por el agua.
También esta cabaña es de troncos, pero parece ser de otro planeta. Ahora tengo una mesa grande y basta de eucalipto que me recuerda la mía de pino basto y una silla en la que poder sentarme a seguir escribiendo estas páginas que han ido creciendo poco a poco, al ritmo de los días y sobre todo por su causa.
El ambiente de la hospedería es otro. Es gente que te pone de buen humor con sólo saludarte, como si viniera de otro planeta.
Cada una de las cabañas tiene un nombre relacionado con la isla y con daniel Defoe: la Anna Pink, por ejemplo, o la lord Anson. Me dicen que la más apartada era la de Blanca Luz Brum Elizalde. Está vacía y muy destartalada. Es amplia, en dos niveles, encarada al mar y junto a unas rocas en las que gustaba bañarse. Por el ventanal se ve una lámpara viuda en forma de esas Victorias oferentes que estuvieron de moda hace setenta años y unos números atrasados de National Geographic. Las estanterías para libros están vacías. No hay cuadros en las paredes. Ahí escribió y pintó. Una vida que ya fue.
En mi cabaña hay tres oleos de Blanca Luz Brum Elizalde, cuatro si contamos el retrato de lord Anson que esconde uno de ellos en la parte trasera. Representan una cabra de aspecto sabio, un par de mujeres con una guirnalda de flores blancas y un pez rojo y otro negro en la mano, un grupo de chontas al borde del agua, una fantasía sin lugar a dudas.
Curiosa la historia de esta mujer contada siempre a retazos, a trozos, entre brumas, mitificada sin lugar a dudas, a quien se debe, en los años sesenta, el cambio de denominación de la isla. Ni Más a Tierra ni Juan Fernández, que era como más comúnmente se la conocía (el archipiélago daba nombre a la isla), sino Robinson Crusoe. El nombre lo adoptó en 1966 el gobierno chileno, a instancias de Blanca Luz Brum, cuando esta ya había hecho de la isla su refugio favorito.
Sonará más literario, pero es más hermoso y más rotundo, y más propio sobre todo, el de Juan Fernández. A fin de cuentas fue su descubridor.
Además, para mi Juan Fernández es Juan Nadie, Juan sin Tierra, el verdadero, el auténtico Robinson, el de la libertad de conciencia, el conquistador de sí mismo, nada que ver con el hombre de pro, el capitán de empresa, el provido Crusoe de Defoe, el comerciante ejemplar, racista y xenófobo, sino con otra cosa, con un hombre libre que ha crecido en la soledad, que no se ha empequeñecido en ella, en su ensimismamiento. Y me gustaba que ese personaje de sombra, ese que alguna vez todos hemos sentido que habitaba en nuestro interior, tuviera una tierra que le nombrara.
“...De todas formas todos los datos concretos, fechas, circunstancias precisas de su vida, como las de su llegada y muy largas estancias en la isla, están rodeadas de una niebla de leyenda y de silencio. Que así quede porque no es el propósito de este libro escribir ni sus falsas memorias (otra vez) ni su falsa biografía.
Yo he respetado el silencio y el retiro de su hija María Eugenia en su cabaña donde pinta o hace lo que le parece. Hablo sólo de lo que es público.
Qué misterio y qué secreto hace que una mujer como ella, de vida indiscutiblemente intensa, venga aquí poco menos que a quedarse y a ejercer de Robinson o cuando menos a criar fama de ello. Si se dijera que sólo pasaba temporadas no resultaría tan interesante. La tomarían por una veraneante de lujo. La novelería la ponemos los demás donde no la hay o la hay apenas. Sabido es que ver las cosas como son, eso, para el gato.
Pero no deja de ser un misterio esa necesidad de enterrarse en vida, de purgarse, de olvidar, de poner distancia con lo que nos hace daño o nos puede herir haciendo daño, esa necesidad también de fortificarse, esa misantropía que acomete a quien ha vivido mucho y de alguna forma, por algún oscuro motivo relacionado con la misma vida, se siente estafado, frustrado, decepcionado, sin fuerzas o sabiendo que las pocas fuerzas que pueden quedarle es mejor emplearlas en otra cosa.
Blanca Luz nació en la sierra de Pan de Azúcar, en Uruguay, “lugar donde nacen poetas y jugadores de fútbol”, dijo ella o dicen que dijo o vaya usted a saber qué fue lo que en realidad sucedió, porque en este ramillete de mitos todo parece ser cosa de ilusionistas.
Las fechas de su nacimiento bailan que es un gusto, 1905, 1907, 1919, poco importa, al menos para esta historia. A mí más me hubiese gustado más saber por qué, cómo, cuándo vino exactamente a la isla. Pero ese parece ser un secreto bien guardado, y nadie lo tiene. Su biógrafo oficioso parece haber tropezado con la misma muralla. Alguien lo contará algún día. No importa mucho, la verdad. Hubiese sido muy raro que me hubiese encontrado con otra cosa que con una sombra.
Pero Blanca Luz Brum Elizalde, la inventora de la isla actual, es un personaje novelesco donde los haya. Fue una revolucionaria sin paliativos, por no decir una libertaria violenta y atrevida, populista a sus horas, promotora de revistas literarias y políticas, amiga de sindicalistas con maneras de gángster y de escritores conocidos, personaje también del beau monde (le gustaba mucho la poesía y la gente de dinero), anticomunista furiosa, que termina siendo una incondicional del general Pinochet y se manifiesta en la calle a su favor golpeando cacerolas. Su vida durante la dictadura militar, y ya durante el mandato de Allende, es tirando a oscura.
Claro que antes había tenido una inmejorable relación con el general Domingo Perón de quien fue su jefe de prensa (fue peronista hasta los años setenta). Lo que no le impidió tener relación con los miembros del grupo Mandrágora y con unos jovencísimos Eduardo Frei y Salvador Allende, como antes había tenido con Mariátegui, con Huidobro, con Oliverio Girondo, con Supervieille, con Carpentier... Toda su biografía está por hacer.
Blanca Luz Brum escribió y publicó poesía, aunque no muy buena -”Mejor hembra que poeta”, dicen que dijo, si es que dijo, otro escritor curioso que la conoció en Lima: Martín Adán.
Sus libros aparecen y desaparecen en los catálogos de libros viejos y no es fácil dar con ellos. Sus títulos son muy expresivos: Blanca Luz contra la corriente (1936) y El último Robinson (1952) (...).
Pablo Neruda la llamó “heroína de todos los amores”, aunque otros, mucho más malintencionados, la llamaron “colchón de América”. (...)
Se casó por primera vez, con apenas quince años (aunque fueran más), con el poeta peruano Juan Parra del Riego que medio la raptó del colegio de monjas de Montevideo donde estaba internada en una motocicleta. De hecho en 1925, Blanca Luz dió a la imprenta en Montevideo un libro de versos bucólicos, un total de veinte y tres poemas de un lirismo campestre intenso y arrebatado, titulado Las Llaves Ardientes. Lo firma como Blanca Luz de Parra del Riego.
Luego vinieron otros matrimonios; hasta cinco según unos, cuatro según otros. Uno de ellos fue con David Alfaro Siqueiros. La suya fue una relación por completo tumultuaria, llena de viajes, peleas, borracherías, mendicidades varias, actividades políticas cercanas al partido comunista.
Blanca Luz aparece en dos obras del pintor Siqueiros. Una es un retrato que fue propiedad del actor Charles Laugthon y que terminó subastándose después de haber estado expuesto durante años en el MOMA. La otra es el mural legendario que Siqueiros pintó en Buenos Aires, en 1933, en un sótano de la finca Los Granados del magnate Natalio Botana, dueño del diario Crítica, a quien Siqueiros veía como un ciudadano Kane porteño. Una obra esta casi desconocida que ha permanecido durante muchos años olvidada y encerrada en unos contenedores.
Neruda estuvo en esa quinta –la describe como la encarnación del nuevo rico- en compañía de Federico García Lorca. Ahí fue donde Blanca Luz fue testigo de una bronca rara entre Pablo Neruda que insistía en ponerle la mano en el culo y Federico García Lorca que se opuso; bronca de la que apenas hay noticia. También estuvo presente en otra bronca de la que fue protagonista Ramón Gómez de la Serna por causa de unos tangos y que terminó a trompadas. Se veía que a Blanca Luz las broncas le atraían o que ellas las convocaba como se convocan las tormentas. Vivió en Argentina, Perú, México, Estados Unidos y Chile, cuya nacionalidad adquirió bajo el dominio del general Pinochet. La firma del general golpista adorna el libro de viajes de la isla de Juan Fernández, aunque no haya manera de saber con certeza si estuvo aquí o no.
A comienzos de los años cincuenta, Blanca Luz Brum, procedente del Río de la Plata, se radica en Chile después de haber conocido a Jorge Beeche, empresario y dueño de minas de oro en el norte, con quien se casa. La María Eugenia es hija de ese matrimonio.
En 1957 protagoniza uno de sus hechos más novelescos de su vida: la fuga de la cárcel del dirigente peronista Guillermo Patricio Kelly que estaba refugiado en Chile y que salió de la prisión disfrazado con las ropas de Blanca Luz.
Anclada en Juan Fernández, proscrita, exilada, confinada, olvidada, recordada, execrada, quién sabe (con certeza), por ahora, Blanca Luz Brum redactó unas memorias que permanecen inéditas y pintó hasta el final de sus días. De hecho, en septiembre de 1976 celebró en Santiago de Chile una exposición titulada “Mensaje de una vida” en la que colgó 24 obras cuya temática era la isla.
Blanca Luz murió en 1985, a los 78 años, “lúcida y entera”; pero ya digo que todo, incluso su muerte, está rodeada de una bruma legendaria que se presta a la novelería.
Ahora Blanca Luz es otro de los mitos de la isla. Uno de los más poderosos, de los menos discutidos, de los más intocados. El mito que el tiempo más ha desdibujado desde luego, camino casi de la inexistencia o de la inconsistencia, como se deduce de unas falsas memorias publicadas recientemente cuando todo esto es humo, Las falsas memorias de Blanca Luz Brum, del uruguayo Hugo Achugar, donde la cabaña de Blanca Luz aparece rodeada de chontas, la palmera que prácticamente no existe más que en las alturas secretas de la isla a donde no va nadie porque no le dejan. La isla está a buen recaudo por los cancerberos de la CONAF. No hay otros detalles fiables que los que guarda celosamente su hija, me temo. No es ese mi viaje.
Mientras termino de escribir estas cosas al ritmo de irlas descubriendo poco a poco, aparecen de nuevo las vidriolas en la orilla precedidas como siempre por el pejerey. Y pienso que el presente, ese presente, ese momento tan bello como irrepetible es el que pertenece a mi vida, lo demás no, o apenas, en la medida que a ella pertenecen las páginas leídas. Lo demás será un vago recuerdo, el misterio que se esconde detrás de los cuadros que hay en mi cabaña”
* * *
AHORA QUE RELEO esas páginas, veo que me dejé muchas cosas en el tintero, y que un libro de viajes no acabas de escribirlo nunca porque estás en él, porque yo al menos siempre pienso en el regreso y con el recuerdo lo hago de continuo.
Páginas pertenecientes al libro La isla de Juan Fernández. Viaje a la isla de Robinson Crusoe, Ediciones B, Barcelona, 2005
tengo una pintura de Blanca y varios interesados en ella, lo que no se es su valor
ResponderEliminarme pueden ayudar?
Gracias
anamariabes@yahoo.es
Ana Maria Vega