jueves, 19 de marzo de 2009

BLANCA LUZ BRUM EN JUAN FERNÁNDEZ

ANDABA estos días trasteando con las fotografías tomadas en mi viaje a la isla de Juan Fernández, en marzo de 2003, y escribiendo unas notas sobre Blanca Luz Brum, a propósito del reciente rescate del Ejercicio Plástico, la obra de Siqueiros, así que me ha parecido oportuno copiar aquí algunas páginas de dos libros míos que tratan sobre la isla: La isla de Juan Fernández (2005), que la editorial, por su cuenta y riesgo, subtituló "Viaje a la isla de Robinson Crusoe", y la novela La calavera de Robinson (2006).
El primero lo presenté a un premio, a instancias de la editorial que lo convocaba, y no hubo suerte. Quedó finalista. Los escritores que estaban en el jurado saben lo que pasó. Lo escribí sobre el guión de mi diario de viaje de esos meses, que tiene por título Los días australes y permanece inédito, en Sutegia, la casa de Baztán en la que vivía por entonces, y en un loft -y al pollo le llaman pularda berrean en mi tierra- en la plaza de La Matriz, de Valparaíso, entre mayo y junio de 2004.

EL segundo lo escribí al hilo de la estafa mediática perpetrada a tantas manos como se necesitan para un buen lance de trile, a finales del año 2005, a propósito del tesoro de Juan Fernández y de las monumentales falsedades que se han escrito a ese propósito.
Nada de lo que se decía era cierto. No hay un solo documento en los Archivos de Indias que implique de la manera que sea al marino vasco Juan de Ubilla y Echeverría en la distracción de un galeón cargado con un tesoro de Indias. De lo contrario, que den su signatura o exhiban su contenido. A primera vista no existe ningún rastro documental de esa misteriosa derrota de muchos meses de duración. Lo único cierto es la muerte de Ubilla, al mando de una flota cargada con un fabuloso tesoro que todavía andan rescatando, el del Atocha, en los cayos de Florida.
No hay una sola página de las hasta ahora publicadas que ubique a Ubilla, en sus cargos, familia y hechos de armas, no ya en Juan Fernández, sino en México o en la metropoli.
Esa es una de tantas falsificaciones históricas que corren en beneficio de la industria turística, a cargo de esa nueva mandanga que lleva por nombre de guerra "turismo cultural".


El Yunque

AHORA, cuando respaso esas páginas, tengo un recuerdo agridulce de mis días en Juan Fernández. De entrada no caí en una buena hostería. Me la recomendó un arquitecto que había hecho unas obras en la isla, pero que tenía cuentas pendientes con la hostelera y me ví entre dos fuegos. A la hostelera la apodaban La Brujildad y era un mal bicho, entrometida, maldiciente y cicatera. Le podía la mala intención, aparte de tener un sentido pintoresco de la aritmética. Tenía a gala descender de uno de los presos por delitos comunes del presidio de la isla.

Marcos Errazuriz no entendía porqué no cogía mi petate y me largaba de aquella siniestra hostería de la madama Brawning, cosa que al final me vi obligado a hacer. Gané con el cambio porque me fui a las cabañas de María Eugenia Beeche, gente de otra pasta que te hace recordarla con cariño.
Allí casi todo está empañado por la industria turística. De algo tienen que vivir los isleños, aparte de la pesca de la langosta.
El año pasado me tropecé en la plaza Aníbal Pinto de Valparaíso con una isleña que se dedica con fortuna a la artesanía. Me alegraría mucho que le fuera muy bien.

* * *
CASI todo lo que concierne a Blanca Luz Brum está en una penumbra sabiamente administrada. No sé hasta qué punto son fiables las memorias publicadas en 2004 con el título Cartas de amor a Siqueiros y si estas, basándose en un manuscrito o mecanoscrito que pocas personas han podido ver, es fiel al original que conservaban sus herederos.

* * *

"EN LA ALDEA Daniel Defoe, la María Eugenia Beeche me da una de las cuatro cabañas que componen la aldea. Tiene un gran ventanal que da al mar que rompe casi al pie de la terraza. En el jardín hay plantados ibiscus que están en flor y hay floripondios de color blanco y de color fuego, y árbol de la col y unos huesos de una ballena varada en la isla. Y cuando me asomo un cardumen de vidriolas pasa dando brincos por el agua.




También esta cabaña es de troncos, pero parece ser de otro planeta. Ahora tengo una mesa grande y basta de eucalipto que me recuerda la mía de pino basto y una silla en la que poder sentarme a seguir escribiendo estas páginas que han ido creciendo poco a poco, al ritmo de los días y sobre todo por su causa.
El ambiente de la hospedería es otro. Es gente que te pone de buen humor con sólo saludarte, como si viniera de otro planeta.
Cada una de las cabañas tiene un nombre relacionado con la isla y con daniel Defoe: la Anna Pink, por ejemplo, o la lord Anson. Me dicen que la más apartada era la de Blanca Luz Brum Elizalde. Está vacía y muy destartalada. Es amplia, en dos niveles, encarada al mar y junto a unas rocas en las que gustaba bañarse. Por el ventanal se ve una lámpara viuda en forma de esas Victorias oferentes que estuvieron de moda hace setenta años y unos números atrasados de National Geographic. Las estanterías para libros están vacías. No hay cuadros en las paredes. Ahí escribió y pintó. Una vida que ya fue.
En mi cabaña hay tres oleos de Blanca Luz Brum Elizalde, cuatro si contamos el retrato de lord Anson que esconde uno de ellos en la parte trasera. Representan una cabra de aspecto sabio, un par de mujeres con una guirnalda de flores blancas y un pez rojo y otro negro en la mano, un grupo de chontas al borde del agua, una fantasía sin lugar a dudas.
Curiosa la historia de esta mujer contada siempre a retazos, a trozos, entre brumas, mitificada sin lugar a dudas, a quien se debe, en los años sesenta, el cambio de denominación de la isla. Ni Más a Tierra ni Juan Fernández, que era como más comúnmente se la conocía (el archipiélago daba nombre a la isla), sino Robinson Crusoe. El nombre lo adoptó en 1966 el gobierno chileno, a instancias de Blanca Luz Brum, cuando esta ya había hecho de la isla su refugio favorito.
Sonará más literario, pero es más hermoso y más rotundo, y más propio sobre todo, el de Juan Fernández. A fin de cuentas fue su descubridor.

Además, para mi Juan Fernández es Juan Nadie, Juan sin Tierra, el verdadero, el auténtico Robinson, el de la libertad de conciencia, el conquistador de sí mismo, nada que ver con el hombre de pro, el capitán de empresa, el provido Crusoe de Defoe, el comerciante ejemplar, racista y xenófobo, sino con otra cosa, con un hombre libre que ha crecido en la soledad, que no se ha empequeñecido en ella, en su ensimismamiento. Y me gustaba que ese personaje de sombra, ese que alguna vez todos hemos sentido que habitaba en nuestro interior, tuviera una tierra que le nombrara.

“...De todas formas todos los datos concretos, fechas, circunstancias precisas de su vida, como las de su llegada y muy largas estancias en la isla, están rodeadas de una niebla de leyenda y de silencio. Que así quede porque no es el propósito de este libro escribir ni sus falsas memorias (otra vez) ni su falsa biografía.
Yo he respetado el silencio y el retiro de su hija María Eugenia en su cabaña donde pinta o hace lo que le parece. Hablo sólo de lo que es público.
Qué misterio y qué secreto hace que una mujer como ella, de vida indiscutiblemente intensa, venga aquí poco menos que a quedarse y a ejercer de Robinson o cuando menos a criar fama de ello. Si se dijera que sólo pasaba temporadas no resultaría tan interesante. La tomarían por una veraneante de lujo. La novelería la ponemos los demás donde no la hay o la hay apenas. Sabido es que ver las cosas como son, eso, para el gato.
Pero no deja de ser un misterio esa necesidad de enterrarse en vida, de purgarse, de olvidar, de poner distancia con lo que nos hace daño o nos puede herir haciendo daño, esa necesidad también de fortificarse, esa misantropía que acomete a quien ha vivido mucho y de alguna forma, por algún oscuro motivo relacionado con la misma vida, se siente estafado, frustrado, decepcionado, sin fuerzas o sabiendo que las pocas fuerzas que pueden quedarle es mejor emplearlas en otra cosa.
Blanca Luz nació en la sierra de Pan de Azúcar, en Uruguay, “lugar donde nacen poetas y jugadores de fútbol”, dijo ella o dicen que dijo o vaya usted a saber qué fue lo que en realidad sucedió, porque en este ramillete de mitos todo parece ser cosa de ilusionistas.
Las fechas de su nacimiento bailan que es un gusto, 1905, 1907, 1919, poco importa, al menos para esta historia. A mí más me hubiese gustado más saber por qué, cómo, cuándo vino exactamente a la isla. Pero ese parece ser un secreto bien guardado, y nadie lo tiene. Su biógrafo oficioso parece haber tropezado con la misma muralla. Alguien lo contará algún día. No importa mucho, la verdad. Hubiese sido muy raro que me hubiese encontrado con otra cosa que con una sombra.
Pero Blanca Luz Brum Elizalde, la inventora de la isla actual, es un personaje novelesco donde los haya. Fue una revolucionaria sin paliativos, por no decir una libertaria violenta y atrevida, populista a sus horas, promotora de revistas literarias y políticas, amiga de sindicalistas con maneras de gángster y de escritores conocidos, personaje también del beau monde (le gustaba mucho la poesía y la gente de dinero), anticomunista furiosa, que termina siendo una incondicional del general Pinochet y se manifiesta en la calle a su favor golpeando cacerolas. Su vida durante la dictadura militar, y ya durante el mandato de Allende, es tirando a oscura.
Claro que antes había tenido una inmejorable relación con el general Domingo Perón de quien fue su jefe de prensa (fue peronista hasta los años setenta). Lo que no le impidió tener relación con los miembros del grupo Mandrágora y con unos jovencísimos Eduardo Frei y Salvador Allende, como antes había tenido con Mariátegui, con Huidobro, con Oliverio Girondo, con Supervieille, con Carpentier... Toda su biografía está por hacer.
Blanca Luz Brum escribió y publicó poesía, aunque no muy buena -”Mejor hembra que poeta”, dicen que dijo, si es que dijo, otro escritor curioso que la conoció en Lima: Martín Adán.
Sus libros aparecen y desaparecen en los catálogos de libros viejos y no es fácil dar con ellos. Sus títulos son muy expresivos: Blanca Luz contra la corriente (1936) y El último Robinson (1952) (...).
Pablo Neruda la llamó “heroína de todos los amores”, aunque otros, mucho más malintencionados, la llamaron “colchón de América”. (...)
Se casó por primera vez, con apenas quince años (aunque fueran más), con el poeta peruano Juan Parra del Riego que medio la raptó del colegio de monjas de Montevideo donde estaba internada en una motocicleta. De hecho en 1925, Blanca Luz dió a la imprenta en Montevideo un libro de versos bucólicos, un total de veinte y tres poemas de un lirismo campestre intenso y arrebatado, titulado Las Llaves Ardientes. Lo firma como Blanca Luz de Parra del Riego.
Luego vinieron otros matrimonios; hasta cinco según unos, cuatro según otros. Uno de ellos fue con David Alfaro Siqueiros. La suya fue una relación por completo tumultuaria, llena de viajes, peleas, borracherías, mendicidades varias, actividades políticas cercanas al partido comunista.
Blanca Luz aparece en dos obras del pintor Siqueiros. Una es un retrato que fue propiedad del actor Charles Laugthon y que terminó subastándose después de haber estado expuesto durante años en el MOMA. La otra es el mural legendario que Siqueiros pintó en Buenos Aires, en 1933, en un sótano de la finca Los Granados del magnate Natalio Botana, dueño del diario Crítica, a quien Siqueiros veía como un ciudadano Kane porteño. Una obra esta casi desconocida que ha permanecido durante muchos años olvidada y encerrada en unos contenedores.
Neruda estuvo en esa quinta –la describe como la encarnación del nuevo rico- en compañía de Federico García Lorca. Ahí fue donde Blanca Luz fue testigo de una bronca rara entre Pablo Neruda que insistía en ponerle la mano en el culo y Federico García Lorca que se opuso; bronca de la que apenas hay noticia. También estuvo presente en otra bronca de la que fue protagonista Ramón Gómez de la Serna por causa de unos tangos y que terminó a trompadas. Se veía que a Blanca Luz las broncas le atraían o que ellas las convocaba como se convocan las tormentas. Vivió en Argentina, Perú, México, Estados Unidos y Chile, cuya nacionalidad adquirió bajo el dominio del general Pinochet. La firma del general golpista adorna el libro de viajes de la isla de Juan Fernández, aunque no haya manera de saber con certeza si estuvo aquí o no.
A comienzos de los años cincuenta, Blanca Luz Brum, procedente del Río de la Plata, se radica en Chile después de haber conocido a Jorge Beeche, empresario y dueño de minas de oro en el norte, con quien se casa. La María Eugenia es hija de ese matrimonio.
En 1957 protagoniza uno de sus hechos más novelescos de su vida: la fuga de la cárcel del dirigente peronista Guillermo Patricio Kelly que estaba refugiado en Chile y que salió de la prisión disfrazado con las ropas de Blanca Luz.


Patricio B. Kelly en prisión.

Anclada en Juan Fernández, proscrita, exilada, confinada, olvidada, recordada, execrada, quién sabe (con certeza), por ahora, Blanca Luz Brum redactó unas memorias que permanecen inéditas y pintó hasta el final de sus días. De hecho, en septiembre de 1976 celebró en Santiago de Chile una exposición titulada “Mensaje de una vida” en la que colgó 24 obras cuya temática era la isla.
Blanca Luz murió en 1985, a los 78 años, “lúcida y entera”; pero ya digo que todo, incluso su muerte, está rodeada de una bruma legendaria que se presta a la novelería.
Ahora Blanca Luz es otro de los mitos de la isla. Uno de los más poderosos, de los menos discutidos, de los más intocados. El mito que el tiempo más ha desdibujado desde luego, camino casi de la inexistencia o de la inconsistencia, como se deduce de unas falsas memorias publicadas recientemente cuando todo esto es humo, Las falsas memorias de Blanca Luz Brum, del uruguayo Hugo Achugar, donde la cabaña de Blanca Luz aparece rodeada de chontas, la palmera que prácticamente no existe más que en las alturas secretas de la isla a donde no va nadie porque no le dejan. La isla está a buen recaudo por los cancerberos de la CONAF. No hay otros detalles fiables que los que guarda celosamente su hija, me temo. No es ese mi viaje.
Mientras termino de escribir estas cosas al ritmo de irlas descubriendo poco a poco, aparecen de nuevo las vidriolas en la orilla precedidas como siempre por el pejerey. Y pienso que el presente, ese presente, ese momento tan bello como irrepetible es el que pertenece a mi vida, lo demás no, o apenas, en la medida que a ella pertenecen las páginas leídas. Lo demás será un vago recuerdo, el misterio que se esconde detrás de los cuadros que hay en mi cabaña”


* * *

AHORA QUE RELEO esas páginas, veo que me dejé muchas cosas en el tintero, y que un libro de viajes no acabas de escribirlo nunca porque estás en él, porque yo al menos siempre pienso en el regreso y con el recuerdo lo hago de continuo.


Páginas pertenecientes al libro La isla de Juan Fernández. Viaje a la isla de Robinson Crusoe, Ediciones B, Barcelona, 2005

EN LA CABAÑA ANNA PINK

En La calavera de Robinson (2006), lo vivido en la isla quedó algo distinto a como había sido descrito en La isla de Juan Fernández y el narrador que aparece en la novela hizo y vivió lo que yo no pude hacer ni vivir, que es una de las mayores satisfacciones de un novelista.
La calavera de Robinson es una novela, aunque basada en mucho datos reales, históricos, que están al alcance del lector curioso.
Hay que aclararlo por la dificultad que entraña el que se entienda que una cosa es lo vivido y otra lo inventado sobre su dechado.
Viajamos en el papel cuando no podemos hacerlo en la geografía de los mapas y de los aeropuertos o de los caminos, y llevamos vidas vicarias por lo mismo.
El motivo por el que escribí esa novela no fue otro que el jolgorio
mediático que se organizó con la falsa aparición, gracias a la intervención de un robot de nombre "Arturito", del tesoro de Juan Fernández.
Era una
superchería montada sobre una falsificación histórica expendida con auténtica desfachatez para atraer al público y al turismo, sin que nadie se molestara en repasar los datos y disparates que se iban publicando, ni poniendo en duda otros que, en apariencia, podían ser auténticos y no eran más que niebla.
Los libros publicados sobre la expedición de
Anson ahí están, los de Dampier también, la historia de la isla escrita por el político grafómano Vicuña Mackenna, lo mismo, y dicen lo que dicen.

CUANDO el norteamericano Bernard Keiser publique el fruto de sus muchos años de investigación, se verá lo que hay detrás de sus pesquisas. Tengo la sospecha de que nada tiene que ver con el barullo que se conoce hasta ahora.
Keiser es un tipo notable, tenaz y no tiene maneras de tramposo, al revés, es una persona generosa, abierta, cuya historia personal y conversación no te deja indiferente.
Su opinión, autorizada, fue que todo lo relacionado con la aparición del tesoro, gracias al robot dichoso, era falso, como así ha sido. Y lo dijo con argumentos.
Mi opinión es que, por un elemental precaución,
Keiser es discreto con respecto a las pistas reales en las que basa sus pesquisas. A fin de cuentas es él quien las paga y quien ha dado a la isla grandes ingresos en los últimos años gracias a la búsqueda del tesoro.


LA aparición o mejor, la mera leyenda de la existencia de ese colosal tesoro como novelería no es mala, pero como embuste publicitario es tan tosco como efectivo.
Eso sí, gracias al tesoro y a las fantasías de unos y de otros, la isla de Juan
Fernández está cobrando auténtica existencia.

EN LA CABAÑA ANNA PINK
La cabaña que ocupé, la más apartada de la Aldea, entre el camino de El
Pangal y el estero de La Turbia, llevaba el nombre del Anna Pink, el barco de socorro e intendencia de la expedición de lord Anson. Como todas las demás, estaba construida en madera y calamina, pero sobre todo estaba frente al mar y junto al estero que daba gusto escuchar por la noche, aunque hubiera que plantar guerra a los mosquitos, pero no se puede tener todo y menos fuera de casa.
La cabaña era muy amplia y tenía dos niveles. Un par de escalones dividía una zona alta, donde estaba la cama, de una baja, de estar, frente a un amplio ventanal que daba a un estrecho camino del jardín y enseguida a la orilla del agua. A un lado, estaba el baño y una mínima cocina, que se veía no había servido mucho en los últimos tiempos.
En el jardín, había coles a las que acudían los
picaflores, grandes matas de áloe, lobelias, y santas noches, de campanulas gigantes, y unos huesos de ballena, muy de Melville, muy de navegantes de los confines, con toda su mitología, que venían de algún lugar de la isla.
Una cabaña algo destartalada la
Anna Pink, sí, pero solo lo justo para ser de verdad confortable y no enemiga, que contribuyó, y mucho, a que aquellos de la isla fuesen unos días dichosos. Estaba pintada de colores que fueron alegres, rojo, verde, y en ese momento, ya algo pasados, resultaban melancólicos. La pintura había sufrido mucho con el viento, el agua y el salitre.
Esa había sido la cabaña de Blanca Luz
Brum Elizalde, a quien, con desparpajo notable, el alcalde o diputadillo isleño llamaba en sus arengas festivas ‘‘nuestra madre”.
Se supone que allí fue donde Blanca Luz tuvo su mesa de trabajo y el rincón de sus pinturas. Cuando yo la ocupé solo había una mesa basta hecha con tronco de eucalipto y unas largas estanterías para libros. No estaban del todo vacías porque por allí andaba una colección bastante completa de la revista
National Geographic que me vino muy bien porque encontré varios números que de una manera o de otra trataban de la isla, del último viaje de Ubilla y hasta de la ejecución de Joaquín Murieta.
Al de la historia general de la isla alguien le había arrancado una página, con lo que el reportaje era parcial, por no decir que, en realidad, por su falta de rigor, carecía de valor, pero aún así tenía su interés. Me di cuenta de que la isla ha sido objeto reiterado de atención por
National Geographic, que había convertido sin proponérselo un pequeño paraíso envuelto en el misterio de la lejanía en un destino turístico adobado de leyendas poco o nada comprobadas.
Había también una lámpara de calamina, una especie de Victoria oferente con un globo de vidrio esmerilado, de color rosáceo. Por la noche daba una luz espectral que invitaba a apagarla y encender otras menos historiadas. Ese el único objeto que podía recordar el paso de Blanca Luz
Brum por la que había sido su cabaña. El mobiliario lo completaban unos sillones algo destartalados, pero muy cómodos, que invitaban a sentarse, a coger un libro o simplemente a contemplar por el ventanal las puestas de sol y el espectáculo cambiante y sucesivo de chaparrones, vientos, el sol a través de las nubes y el color cambiante de estas, desde el dorado y tabaco, al anaranjado del mango, uno de los colores más característicos de Gauguin, muy común en la climatología isleña.
Me dijeron que allí había estado un novelista escribiendo una novela, pero no pude dar ni con su nombre ni con el libro. Era curioso aquel desinterés por todo lo que desaparecía del horizonte isleño.
Junto a la cabaña, en la desembocadura del estero, había una piedra que decían era donde se bañaba la Blanca Luz. Y eso que bañarse allí era arriesgarse a partirse la crisma por el oleaje. La describían subida a su piedra como la sirena de
Copenhague, pero en isleño.
Por delante de la ventana pasaban lobos marinos, berreando, y
cardúmenes de vidriolas persiguiendo a los pejerreyes. El perro de la hostería seguía su paso ladrando alborozado.
La cabaña
Anna Pink era una casa muy trotada, muy vivida, que, como digo, apenas conservaba recuerdos de la extraordinaria mujer que la había habitado durante años, salvo los cuadros claro, de los que había tres, en realidad, cuatro.
Uno de ellos representaba una pareja de sirenas, con un pez entre las manos, otro eran unas
chontas con el cerro el Yunque al fondo, otro unas cabras y en el envés de uno de ellos, un retrato de un marino que, dada la devoción que le profesaba la pintora, supongo que sería lord George Anson.
La alegría del colorido invitaba a pasar por alto lo tosco y
desmañado de las formas, como en toda pintura naíf que se precie. Tenían encanto.
Entre una cosa y otra se ve que Blanca Luz le tenía devoción a
Anson, poca a los españoles, muy poca, aunque al final de su vida ambicionara nada menos que un cargo diplomático en España. La soledad engorda las mitomanías, el alto concepto de uno mismo. ¿Por qué esa devoción a Anson? ¿Por su biografía? No lo sé. Como escritora nunca fue gran cosa y sus erudiciones son más bien mitomanías de arrastre, a juzgar por lo que he podido leer. Como personaje literario en cambio sí. Hay gente que, más que obra, lo que hace es reunir material para su biografía de color intenso, como mi amigo Collins.
Su hija María Eugenia me dejó para que leyera uno de los libros de poemas escritos por su madre. Demasiado arrebatados para mi gusto, y demasiado rústicos, demasiado espontáneos. No me creí que solo conservara aquella muestra de la bibliografía de su madre, pero no insistí. Lo mío no ha sido nunca quebrar las reticencias y la desconfianza de la gente, prefiero esperar. Lo que ella no me facilitara, me lo procuraría yo mismo en los
mercadillos, si es que merecía de verdad la pena la pesquisa. Además, ahora, con Internet se hacen maravillas: aparece hasta lo que no está escrito y jamás ocurrió, sobre todo esto.
Telmo Gamecho hablaba con auténtica admiración de Blanca Luz, aunque también dijera aquello de ‘‘mejor hembra que poeta”, hasta que pude comprobar que la frase no era suya.

Blanca Luz había dicho que la isla era un Bello lugar para deshacer lo hecho/ desandar lo andado/ y deshablar lo hablado. No me fue difícil imaginar a alguien repasando los episodios más oscuros de una vida trepidante frente al océano. Las vidas apartadas parecen fáciles de reconstruir y eso, en la práctica, resulta muy difícil de conseguir. Una cosa es la estampa convencional, cinematográfica incluso de Robinson, y otra, muy distinta, la soledad, los soliloquios, los fantasmas y la peor de las compañías que puedes agenciarte: el pasado irremediable, durante unos meses que se hacen largos a la fuerza, por mucho que se ocupara en leer, escribir (menos de lo que se ha dicho), y en pintar obstinadamente cuadros naíf con unos motivos que acaban por fuerza por resultar recurrentes: chontas y más chontas, hasta donde no las había, hojas de pangue, cabras, Robinson Crusoe, su loro, sus pellejos, lord Anson, las isleñas disfrazadas de vainés, con demasiadas reminiscencias a lo Gauguin, flores y paisajes desmesurados, rostros distorsionados que recordaban algunos murales de Siqueiros... Una pintura sin estudiar porque está mejor así, entre brumas devotas. Es demasiado autobiográfica como para poder escribir de manera libre esa aproximación biográfica. Lo único que se le acercaba es un libro del uruguayo Hugo Achúgar que rodaba por la isla medio en secreto y no sé por qué, y que pude por fin leer después de mucho porfiar con unos y con otros. Alguien me dijo que nada más llegar el libro a la biblioteca de la isla lo había secuestrado su hija, para que no se supiera cuál había sido la vida de su madre, pero eso era mentira.
Con todo, hay muy pocos testimonios precisos de los muchos años que Blanca Luz pasó yendo y viniendo de la isla a su apartamento santiaguino frente al
Mapocho y están bastante tergiversados. Interesadamente tergiversados quiero decir, en aras de la construcción legendaria del personaje. Todas las sombras son interesadas.
Los datos hay que examinarlos con lupa y los artículos que se escriben, entre líneas. Hay mucha hojarasca, mucho anillo papal, mucha llave del Muro de las Lamentaciones también en la vida de Blanca Luz.
Quedan siempre muchos cabos sueltos, demasiados, en los que no se repara, como dónde estaban sus hijos, a los hijos de Jorge
Beeche me refiero, como la María Eugenia, a quien yo veía o entreveía en su cabaña, algo más apartada. Se veía que no le gustaba hablar de su madre más que si ella dominaba la conversación y podía imponer su versión, pero eso es lo más común que se encuentra cuando interrogan a los herederos directos, que no cierran del todo la puerta, pero no les gusta que otros vean lo que no debe verse. Hablaba más del personaje literario, legendario, sin sombras, que de quien fue en realidad, como hacen todos o casi todos los herederos ante el biógrafo.
A María Eugenia
Beeche, socia del norteamericano en la pesquisa del tesoro, le habían preguntado ya mucho sobre su madre. Lo había resuelto con escamoteos entre lo que podía y quería contar y lo que prefería mantener oculto, lo que daba alas a la leyenda y lo que podía ensombrecerla.
Se repara más en la época de Juan
Fernández, mítica, por eremítica, que en otras zonas más oscuras. Es novelesca su participación en la fuga de la cárcel de Santiago de Patricio Kelly, un gángster del peor peronismo, el de los matones de los sindicatos, el de los crímenes espantosos de los bosquecillos de Eceiza, pero casi nunca se dice que era un fascista redomado, nada más que eso. ‘‘Haz patria, mata a un judío” fue uno de sus lemas. Se impone la épica de la fuga, lo literario del lance. Eso cubre cualquier infamia.
- Si hay devotos de por medio el santo está en los altares aunque el culto sea del diablo –eso me decía
Ruddy, cuando contaba a su modo la pantomima isleña.
Guillermo
Kelly estaba encarcelado en la penitenciaría de Santiago, no en la de Punta Arenas como se dice con desparpajo. La fuga fue en la noche del sábado último de septiembre de 1957.
Kelly se había evadido de la cárcel de Río Gallegos, en la Patagonia argentina, a bordo de unos coches amarillos, detalle este más importante que el de si los que iban en su interior eran unos indeseables, profesionales del crimen. Entraron en Chile por la pedregosa carretera de la hacienda San Gregorio, y se refugiaron en Punta Arenas. Kelly fue apresado y encerrado en la penitenciaría de Santiago.
Con
Kelly iban John William Cooke, Héctor Cámpora, Jorge Antonio, José Espejo y Pedro Gómiz, considerados ‘‘las cabezas políticas, gremiales y financieras del peronismo clandestino”, según el periodista Carlos M. Gutiérrez en el diario La Mañana (marzo de 1957).
Luego vendría la fuga de la penitenciaria de Santiago, cuando iba a ser extraditado a la Argentina, con ayuda de Blanca Luz
Brum, a quien llamaron "la mujer de Kelly".
Cuesta creer que Blanca Luz, la revolucionaria, hubiese podido ser la amante del siniestro líder de la Alianza Libertadora Nacionalista, una organización de ideología fascista y nacionalista que se convirtió luego en fuerza de choque del Gobierno para amedrentar a los opositores con la violencia organizada y el asesinato. Pero a Blanca Luz aquel hombre lleno de fuerza, arrojo, violento, le encandiló y pasó por alto su tendencia al crimen que el anticomunismo enjuagaba. El anticomunismo lo enjuagaba todo.
Blanca Luz sacó a
Kelly de la penitenciaria de Santiago disfrazándolo de mujer con ropas introducidas poco a poco. El escándalo fue mayúsculo. Hubo dimisiones y procesos. La policía encontró en casa de Blanca Luz una peluca utilizada en la fuga, de modo que fue detenida, aunque se salvó de la prisión gracias a sus muchas influencias entre políticos del momento. No es descartable que lo de Juan Fernández fuera un desaparecer pactado de la circulación para que no creara más problemas.
Cuando le dije a su hija que había tratado mucho a alguien que había conocido a su madre, se encogió de hombros.
- La conoció tanta gente –dijo y su interés decayó de inmediato. Uno más se habría dicho. Me dio la impresión de que era una de esas personas resabiadas a fuerza de que le hayan intentado sacarle algo.
Uno de los recortes de prensa que manejé decía lo siguiente:
‘‘Pero el signo trágico no se apartaría de ella. Vuelta a casar dos veces más, en Lima y Santiago fallecen en accidente automovilístico sus dos hijos varones: Eduardo Parra del Riego y
Nils Brunson. Le queda una hija, María Eugenia Beeche y cinco nietas. Tras la trágica muerte de sus hijos se refugia en la isla de Robinson Crusoe, donde se rodea con libros, pinturas, escritos y recuerdos”.

A mí me fue imposible verificar esos datos. Por ejemplo,
Nils nace en 1947 y muere ya casado, veintisiete años después, cuando Blanca Luz tiene que encarar el último tranco. Queda una biografía por escribir. Son demasiadas las ramificaciones, demasiados los nombres mitificados por la propia Blanca Luz: Huidobro, Neruda, Chaplin, Siqueiros, Diego Rivera, Patricio Kelly, Mariategui, Lorca, Marlene Dietrich, Frida Kahlo, Botana, Perón, Freire, Allende, los del grupo Mandragora...
Creo que Blanca Luz, a pesar de lo que se ha escrito sobre ella o precisamente por eso, como suele pasar, es otra gran desconocida. Por desconocer, aquella pintoresca fauna que a veces cogía rasgos medio místicos y se reunía casi a diario en una casa o en otra para hablar de lo mismo, hasta el aburrimiento más absoluto, desconocía los libros de Blanca Luz
Brum, que no estaban, ni por asomo, en la biblioteca municipal. Falta de medios y falta de ganas, como no fueran las del bibliotecario, don Bertullo, ya jubilado.
Los isleños más preocupados por los pujos
identitarios –atizados por la Marcela Ruiz de Elguea- andaban de un lado para otro con fotocopias de fotocopias, recortes de recortes, reportajes escritos al dictado de los lugareños, a pesar de lo cual nunca eran de su gusto, y alimentando cada cual su propio sueño; pero no sabían en manos de quién, por ejemplo, había acabado el diario de De Rodt, sobre cuyo dechado se puede escribir esa historia de mala suerte, emblema de casi todas, como todas las de la isla, como si todo estuviera allí condenado a acabar mal .
Así que, al cabo de unos días, me encontré haciendo lo mismo que había hecho ella y aquello me puso de buen humor; pero con una diferencia, mi vida no había sido la suya ni mucho menos. La mía era y es otra, aunque en ese momento necesitara de que pusiera algo de orden en ella y de la voluntad de seguir navegando contra viento y marea. No era el momento de pararse. Tenía todavía mucho por hacer. Con esa idea me quedé.
Ni siquiera era o me sentía un tránsfuga, como
Mauricio o la Marcela. Yo era un viajero curioso, disfrazado de turista, que iba a lo mío y hacía gala de ignorar mucho más de lo que en realidad ignoraba. Si hacía sol, caminaba por la isla. Si llovía, leía en mi cabaña. Tenía mucho material para leer y ganas de escribir incluso. Fue allí donde empecé a tomar las notas necesarias para poder escribir la crónica de mi viaje.

El tono de las cartas que Blanca Luz Brum le escribe desde la isla a su amiga Esther de Cáceres no deja lugar a dudas sobre esa exasperación que se vislumbra detrás del estoicismo de la Robinsona. Es muy común eso de aparentar sosiego cuando nos hierve la sangre. Esther de Cáceres (1903-1971), otra extraordinaria mujer, amiga y protectora en algún momento de Torres-García y del mismo Vicente Arcaya, profesora de literatura, médica, filosofa, había evolucionado desde el comunismo al humanismo cristiano a lo Maritain. Y, sobre todo, fue mucho mejor poeta que Blanca Luz Brum, aunque hiciera menos ruido que ella o su vida fuese menos turbulenta, esto es, menos convencionalmente novelesca.
Blanca Luz estaba acostumbraba a hacer lo que quería y a salirse con la suya. Cambiar el nombre a la isla, quitarle su nombre genuino y de verdad, ese sí, identitario, y ponerle el de un personaje de ficción, fue para ella todo un logro, una victoria. Sin duda pensaba con eso atraería turistas a la isla. Resulta muy significativo. No hay en ello homenaje alguno a Defoe o este resulta tan de barraca de feria como la propia calavera de Robinson.
Su rutina estaba hecha de leer -si no había libros, sí había, en cambio, estanterías-, de pintar, de escribir cartas... Los solitarios escriben muchas cartas porque esperan con ansiedad ese correo providencial, el avión de Paragüez, la goleta Carlos Darwin o como quiera que se llamara en ese momento el barco que aseguraba la comunicación entre la isla y el continente.
En aquellos días anoté algunos interrogantes que no he podido aclarar.
¿Cuándo llegó exactamente a la isla y por qué? No era fácil saber la respuesta. Una de las versiones es que llegó en calidad de confinada y que hizo suyo el espíritu que parece inspirar a los tránsfugas de los confines. Solo así tendría sentido uno de sus libros: El último Robinson (1953). Pero este libro es anterior a su llegada a la isla.
La visión más extendida, que aúna exotismo y una veladura erótica y de sensualidad paradisíaca, es que Blanca Luz se retira a la isla para llevar una vida de artista eremítica en contacto con la naturaleza, al estilo de Gauguin, con independencia de que los chilenos isleños no fueran ni de lejos los de Bora Bora.
Lo que no se dice nunca es el motivo concreto de su llegada a la isla. Tampoco la fecha. ¿Fue extrañada por el gobierno chileno a raíz de su participación en la fuga de la cárcel de Patricio Kelly? Eso nos pondría en 1957, a finales, no antes. A no ser que hubiese llegado al tiempo de los viajes de Di Giorgio, y esto haya sido mantenido en secreto hasta ahora.
Si nació en 1905, eso quiere decir que llega a la isla con más de cincuenta años, demasiado poco para ella y demasiado joven para pensar en andanzas de Robinsones y eremitas. Tenía que estar muy harta de la propia vida y muy decepcionada de los demás para protagonizar un relato autobiográfico completamente falso, el del último Robinson. Reyezuela, sí, Robinson, no.
Un eremita que funda una hostería es un eremita de verdad raro.
No hay pistas seguras sobre esa última y muy larga época de su vida que habría durado, aunque no de manera continuada, casi treinta años. Son muchos años, demasiados para cubrirlos con especulaciones biográficas. Y el libro de Achúgar, se pongan como se pongan sus valedores, es probablemente de lo menos seguro de todo, porque ni él ni ellos han pasado por la isla. Quien escribe que en Juan Fernández hay un carpintero que hace ataúdes con la madera olorosa de las chontas es un beodo. Quien pone chontas donde no puede haberlas un timador. Ni siquiera parecen haber visto el ejercicio donde la jeta de Blanca luz, en pelota y aplastada, se burla que es un gusto de quien la mira.

El curador de la colección de cuadros de Blanca Luz Brum Elizalde es Marcos Errazuriz, su nieto. A mí me dijo que se estaba preparando una exposición monumental de su obra, en Viena, pero de eso, hasta ahora, no hay nada. Lástima que echaran de malos modos a Bonet del Reina Sofía de Madrid, porque esa pintura, al margen de su soporte biográfico, merece la pena. Y eso que los motivos son bastante recurrentes.
No se sabe con certeza cuándo empezó a pintar ni si fue con intención distinta a la de ocupar un tiempo demasiado largo hecho de soledad y aislamiento. ¿En la isla? ¿Antes? Casi ningún cuadro está fechado y no hay ninguna monografía seria sobre su obra. Casi todos la ven como la autora de su propia novela y ahí los datos se hacen borrosos, bailan las cifras, los lugares, y la vida se escamotea detrás de una bruma de convenciones novelescas donde no hay vida que no naufrague, en su propio refugio.

Su hija, María Eugenia Beeche, debía de tener un gran archivo de aquella mujer, pero no en la isla, claro. Se supone que a la muerte de su madre se llevó las pertenencias fuera, a lugar seguro. En plan novelesco, queda bien que esas pruebas documentales de su existencia estén en la isla y que alguien les ponga cerco para hacerse con ellas, como en Los papeles de Aspern. Las novelas de los biógrafos. Todos podrían escribir la suya. Por eso es tan buena En busca del barón Corvo, porque aúna las dos cosas, el perfil del biografiado y la crónica de la pesquisa.
Hay quien dice que María Eugenia Beeche lo vendió todo, a la Sociedad Seville S.A., la que con posterioridad a la muerte de Blanca Luz en 1986 se ocupa de desmontar el mural subterráneo de Los Granados, convertido en refugio de vagabundos y de parejas que se amaban entre ratas y basura, y veían los colores de Siqueiros entre los desconchones de la cal que tapaba el mural. Algo tétrico de veras.
Los de la empresa Seville S.A. habría viajado a Juan Fernández y María Eugenia les habría vendido todas las cartas, bocetos, dibujos y demás papeles de Siqueiros que su madre conservaba y que la dama uruguaya había acarreado a su exilio voluntario.
Maria Eugenia negaba que fueran ciertos muchos de los episodios que se contaban en las Falsas memorias de Hugo Achúgar. A mí me parecieron, como mínimo, demasiado líricas e insuficientes, y poco cuidadosas en cuestiones de detalle, que para mí son fundamentales. Es improbable que hubiese chontas frente a la ventana de Blanca Luz, porque para entonces la vegetación endémica había desertado la costa por las alturas. Basta examinar las fotografías. Pero es insuficiente en lo único que a mí me interesaba: Blanca Luz y la isla, su porqué, su soledad. ¿Es la Serva La Barí la goleta que se ve al fondo, anclada en Cumberland, en un foto de Blanca Luz? ¿Cuándo supo ella de aquel fantasmal tesoro de lord Anson? Es un libro de pistas, eso ya es mucho, invita a seguirlas. Quedan muchos cabos sueltos ¿Agente de la CIA? ¿Tuvo ella algo que ver con la DINA y con el desembarco de marines de cacería en pos del arsenal del MIR? ¿Supo de esos isleños desaparecidos para siempre de los que no se acuerda nadie, doblemente desaparecidos en el olvido?
Y su final pinochetista, tras su paso por el peronismo, el del coronel don Domingo Perón y el de Evita (que le dio 24 horas para largarse de las cercanías de su coronel), el de Cámpora y Kelly, unos y otros, se lo absolvían porque, para muchos, hacerlo era buscar la absolución de su propia complicidad irremediable en un momento en que la rebelión te podía costar la vida, a ti o a los tuyos, o el exilio, que no era fácil para casi nadie. A nadie se le pueden exigir heroicidades, aunque las hayamos hecho.
El pinochetismo era algo de lo que no quería hablar, de manera abierta, nadie. Algo pasado y bien pasado.

La Anna Pink no fue la única cabaña de la Blanca Luz, porque esta estuvo antes un poco más arriba de donde hoy está situada, en el valle de lord Anson, junto al mismo estero, cuyo rumor oía Blanca Luz junto a la cabecera de su cama.
Poco más o menos en la misma época en que la visitó Gamecho y estuvo hospedado en una de las cabañas que rodeaban la casa de Blanca Luz, entre alojado e invitado, porque era un honor alojarse allí, unos navegantes que en 1969 llegaron a la isla, en el yate Tzu-Hang, dejaron este testimonio:
Las habitaciones se desplazan en diversos niveles, como una enredadera que se ha extendido sobre las rocas; están decoradas con cientos de tesoros personales y artísticos y muchos cuadros pintados por la señora Blanca. En un ambiente ‘‘al estilo Gauguin”: color, flores, sol y sombra. Afuera una llave de agua y un lavamanos enlozado que se vacía en un pequeño estero. Sobre todo hay buena conversación.
Cuando llegamos a la hora de la siesta, la señora Blanca estaba tomando el sol y al ser llamada apareció con un sombrero hawaiano y envuelta en una gran toalla, afirmada de tal manera que al caminar mostrándonos la casa, parecía que se le iba a caer en cualquier momento, dejándola totalmente desnuda. Me convencí que si esto ocurría ella seguiría su ‘‘tour” sin aproblemarse (con su figura entre vieja y joven, su pelo rubio asomado debajo del sombrero también entre viejo y joven), que no haría caso a la toalla caída y seguiría sin la menor alteración hablando en su forma tan juvenil y vivaz. ‘‘Eres tú quien se preocupa”, me dijo Beryl cuando le comenté mi nerviosismo, ‘‘eres tan raro en ciertas cosas” [Anthony Wescott, El tesoro de lord Anson, pág. 76]

Otro testimonio parecido es el que recoge en un artículo publicado en el número 6-7 de La Ilustración Liberal.
Una viajera visitó la isla al promediar la década del 60 y recuerda a la Blanca Luz que los recibió apenas tocaron puerto: "Cubierta con una enorme capelina y envuelta en gasas o tules. Era sorprendente verla desfilar entre los modestos pescadores, rumbo a su cabaña en medio de un bosque maravilloso de alerces y de pinos. Durante los seis días que estuvimos en la isla fuimos varias veces a su casa, pero una noche invitó sólo a los hombres a cenar, entre ellos a mi hijo de catorce años. Los esperaba tendida en una enorme chaise-longue sólo cubierta con una piel de oso".

Blanca Luz era un mujer libre entre gente que no lo era porque no podía permitirse el lujo de tener sus maneras. Eso se paga. Y su hija, María Eugenia, me daba la impresión de que también pasaba por algo parecido.
No puedo confirmarlo, pero no es improbable que si Gamecho regresa a la isla es porque se conocían de cuando en los años cuarenta, antes de casarse con Bronson, ella vivía en el norte con Jorge Béeche. Eran los años en que conoció a Violeta Lyons, no Lyon, cuyo padre y marido andaban en negocios de minería.

El 6 de enero de 1974, Blanca Luz está en la isla y por la radio se entera de la muerte de su antiguo amor, David Alfaro Siqueiros. Le organiza una ceremonia funeral y emotiva que es observada desde lejos por algunos isleños, que serían los que darían luego testimonios contradictorios. Blanca Luz escribiría un poema dedicado a Siqueiros en un papel continuo que, como un estandarte japonés, flotaría al viento con su caligrafía.
1974 queda muy lejos y nadie estaba, nadie se acuerda cuando se piden detalles concretos, nadie entra en detalles, las cosas fueron, allá lejos.
El poema se titula ‘‘Rey David” y su subtítulo es ‘‘Canción de Pena”.

Y te amaba. Te amaba y te buscaba
en el tormento de tus cautiverios.
Por el amor que pusiste en mi alma
la pasión que pintaste en mi cuerpo
yo te canto y te lloro, y te lloro y te canto
con el más antiguo de los llantos
en el más antiguo de los coros
en las tragedias de la mitología.

¡Oh, viejo Rey David!
Ya regresa Caronte con su barca vacía
mientras muere el sol en el mar
de esta isla.


Hacía muchos años que no lo había vuelto a ver, sus vidas habían sido muy distintas desde que se separaron, en 1933, y ella se quedó en la quinta Los Granados, en la localidad argentina de Don Torcuato, y Siqueiros siguió su senda de furia y revolución.
Mar Poveda había ido reuniendo fragmentos del rompecabezas. En uno de ellos pude leer lo siguiente, acerca de Siqueiros:
‘‘... dejó dos obras de arte: el mural y a su mujer, la gran escritora Blanca Luz Brum, que decidió cambiar el arte por la acción y se escapó con Natalio”.

Eso escribe el hijo de Botana. Pero este Botana no habla de Blanca Luz, habla de su padre, el todopoderoso Botana, el magnate de la prensa, a quien se debe que los exiliados españoles pudieran desembarcar en la Argentina.
Blanca Luz le llamaba ‘‘mi emperador”.
La quinta Los Granados era muy distinta a la casa de la isla. Con Botana, Blanca Luz entró en un mundo de lujo, de verdadero lujo, al estilo argentino, y de verdadero poder. Botana, dueño del diario Crítica, era muy poderoso y muy influyente.
Los Granados era una finca de diecisiete hectáreas. La casa la proyectó Jorge Kálnay, a finales de los años veinte, después de haber proyectado y dirigido la obra del edificio del diario de Botana en la avenida de Mayo.
Su decoración será todo lo exótica que las exigencias del guión del millonario que actúa lo exija, de estilo morisco en algunas estancias, en la que no podían faltar las cerámicas de Talavera, del ceramista José Ruiz de Luna. En otra, como la sala de lectura, el piso estaba revestido de pieles de pantera cosidas unas a otras. La biblioteca se había nutrido de libros antiguos adquiridos en subastas europeas de bibliófilos. Pablo Neruda, que era un bibliófilo consumado, supo apreciar aquellos muros cubiertos de anaqueles repletos de miles de libros antiguos.
El poeta, comunista en ejercicio, describe la quinta diciendo que ‘‘era la encarnación de los sueños de un vibrante nuevo rico”.
En los jardines vagaban algunos leones amaestrados y había centenares de jaulas con pájaros. Algunos de ellos, por medio de un micrófono, despertaban con sus trinos a Botana en su dormitorio morisco. También caballerizas, lago artificial, cabaña de retiro. La cocina estaba separada del edificio para que los olores no molestaran a los habitantes y a sus invitados.
Por allí desfilaron políticos, artistas, intelectuales, y no solo los colaboradores de Crítica: Borges, Alfonsina Storni, Federico García Lorca, Raúl González Tuñón... Neruda dejará constancia de su visita en Confieso que he vivido.
Era precisamente en la antecocina donde se abría la boca de las escaleras que descendían al bar subterráneo que Botana utilizaba para sus partidas de cartas y sus reuniones de amigotes. Ahí, en el sótano abovedado de 6,70 metros de largo, 5,30 de ancho y 2,90 de alto, David Alfaro Siqueiros pintará un mural que tiene un solo motivo: el cuerpo desnudo de Blanca Luz Brum, para lo que esta debía posar, en diferentes escorzos, sobre una superficie de vidrio.
En su ejecución le ayudarían los pintores argentinos Antonio Berni, Juan Carlos Castagnino y Lino Eneas Spilimbergo, y el uruguayo Enrique Lázaro. A Spilimbergo, en su pobreza, Botana le regalaría cantidades enormes de tabaco Dunhill, mucho más de lo que podía fumar.
Blanca Luz Brum se queda en ese ambiente, mientras Siqueiros sigue su camino bronco que le conducirá, tres años después, a la guerra de España.

¿Pero por qué Juan Fernández? Las respuestas a esta pregunta son varias y siempre oscuras, eluden la verdad, simple, llanamente.
Blanca Luz llega a la isla a finales de los años cincuenta, cuando todavía está casada con Bronson, el factótum de la compañía aérea Panagram. ‘‘Bronson rompía con todo eso, incluso con el peronismo desatado de Blanca. Gordo, rojo, de explosiones de humor, pero tierno y comprensivo. Al extremo, que en un momento crítico la dejó partir a la isla Juan Fernández”, se dice en otro recorte, sin fecha, sin firma.
Cuando, en 1983, un periodista que la visita para ver sus cuadros le pregunta el porqué de su retiro en Juan Fernández y no en la Isla de Pascua, que, a fin de cuentas, tenía más prestigio, hasta como lugar remoto, Blanca Luz Brum contesta: ‘‘En Robinson Crusoe no hay nada, está todo por no hacer, porque lo ideal es que todo siguiera tal cual, detenido en el tiempo, como cuando Alexander Selkirk”. Era su fantasía. Claro que esa voluntad de retorno a vivir la primera mañana del mundo no va en contra de hacer negocio. Al revés, vender esa primera mañana es un negocio de lo más lucrativo.
Y el negocio será el turismo, selecto, pero turismo, y el paraíso, el lugar intocado, acabará, como todo, en pacotilla pura.

Fue allí, en la cabaña Anna Pink, de la Aldea Daniel Defoe, donde reconstruí el grueso de esta historia, para mí importante; encajé algunas piezas del rompecabezas, no todas, porque eso es imposible, pues solo tengo el modelo de uno de ellos, no de los otros cinco, como mínimo, posibles y me asomé a la parte que estaba y que, me temo, seguirá estando oculta para la mayoría de los espectadores de esa función de variedades turísticas que es la isla de Robinson Crusoe, sobre la que planea la amenaza de un Club Mediterráneo temático con piratas y robinsones, según decía uno de los más llamativos personajes isleños, la Marcela Ruiz de Elguea, que hasta había visto rondando por la isla a espías de la Telefónica, la compañía que iba a montarlo.
La Marcela no bebía, leía a Lacan, o eso decía.
En la soledad de la cabaña tuve mucho tiempo para pensar en qué demonios hacía allí y para leer todo lo que pude sobre la isla, libros, recortes de prensa, fotocopias que me dejaban unos y otros. Cada cual me dejaba ver sus tesoros o parte de ellos. Y lo que no me dejaba ver uno, me lo dejaba otro. Parecía imposible que nadie hubiese reparado en los detalles absurdos de toda la historia que rodea la leyenda del tesoro.
Pero al ir encajando o desencajando esas piezas, encajaba otras de mi propia vida, rearmaba y me blindaba contra ese hastío de las cosas, esa fatiga de uno mismo que podía acabar conmigo. No estaba pasando el mejor momento de mi vida. Y aquello me permitía recuperar lo que es más mío: las cosas, sus secretos. Lo demás, si viene, sea bienvenido.
Cuando creía que todo estaba acabado, tuve la certeza de que me quedaba tarea y vida por delante. Isla de Juan Fernández. Sin alharacas.
Fue en la cabaña Anna Pink donde tomé muchas notas que me han servido para esta crónica. Allí leí todo lo que pude sobre la isla e hice mis cronologías más elementales. La comprobación de algunos datos se hizo al regreso. Se me hacía raro escribir algo que no fuera acompañado de autoridades, esto es de libros de consulta, que enseguida reuní a mi alrededor. No fui a la isla a escribir esta historia, pero casi.
Allí fue donde empecé a escribir la historia de Gamecho. Algunos episodios de la vida cotidiana en la isla me recordaban a otros relatados por Telmo. Ciertos hallazgos me remitían a historias ya escuchadas o que comprobaría a mi regreso. De no haberme visto obligado a permanecer en la isla no habría ido un poco más allá, a la trastienda interesada de sus leyendas oficiales, donde la verdad y la mentira interesada, o cuando menos la ocultación, se dan amistosamente la mano.
Algunas fuentes de la historia de la isla han desaparecido de la circulación. Así el Diario del suizo Alfred von Rodt, que acabó en manos de Blanca Luz Brum. ¿Para qué quería ese diario, si no sabía alemán, y el diario está escrito en esa lengua? ¿Por si había en él alguna información relativa a algún tesoro?
¿Importa cómo fueron las cosas? ¿O importa cómo las imaginamos?


El cerro El Yunque y la flor de la kantuta.

NO puedo responder a las preguntas que cierran el capítulo de la cabaña Ana Pink más que diciendo que importa cómo fueron las cosas en una trabajo de investigación histórica que se pretenda con un mínimo de rigor, y que cómo las imaginamos, en un trabajo de invención literaria, ya sea en una novela convencional o en un artefacto narrativo de otro tipo, puede iluminar zonas de sombra a las que la investigación no llega, pero que en todo caso no tiene otro objetivo que seducir a los lectores.