LA ISLA DE JUAN FERNÁNDEZ

lunes, 8 de marzo de 2010

La isla de Juan Fernández en el recuerdo

La isla de Juan Fernández en el recuerdo o Chile en el corazón, dijo alguien remedando a Pablo Neruda, por causa siempre de los días intensos en esa geografía vividos.
Todos los lugares donde hemos sido dichosos ahí están, en ese lugar con nombre de víscera, que no sabes dónde está, pero donde parecen guardarse las emociones más cordiales y los sentimientos a ellas aparejados: el corazón. Se tiene o no se tiene. Hay que tenerlo, dicen, por abreviar, sobre todo cuando vienen mal dadas.
He pasado buena parte de la semana asomado a las imágenes que me iban llegando de la isla de Juan Fernández y a las noticias que recibía de unos y de otros desde Valparaíso. Marisol Araya, por ejemplo, me contaba que El Mirador de Valparaíso, su preciosa casa de Cerro Playa Ancha no tenía daños estructurales, aunque sí muchas grietas. Otros me han contado con alivio que estaban bien, asombrados de estarlo, y otros más me han hablado de cosas de las que los periódicos o los medios de comunicación todavía no hablan.
Las noticias que me han llegado de Juan Fernández han sido peores. Las fotografías no dejan lugar a dudas: toda la parte baja de San Juan Bautista, la única población de la isla, ha quedado destruida. No se ven más que restos de enseres, un revoltillo de cosas inutilizables, bombonas de gas, muebles rotos... Pensar en cómo los isleños van a reconstruir todo eso, cuando el almacén de material de construcción está a 700 kilómetros, no es fácil de imaginar para quien, como nosotros, tenemos hasta el último clavo a la puerta de nuestra casa.
En un lugar como Juan Fernández se sabe del valor de un clavo, de un taladro, de un medicamento corriente, y se sabe que un mal viento puede impedir que aterrice la avioneta que debería llevarte a un hospital a Santiago donde salvar la vida. Todos los paraísos tienen otra cara, y la de Juan Fernández habla del coraje cotidiano de sus habitantes.
En esa parte baja del pueblo, calle Larraín, estaban situados todos los comercios, las llamadas menestras, donde se vende todo lo que llega una vez al mes en un barco, ahora de la Armada, antes en el Navarino, casi todas las hosterías, la municipalidad, la Escuela Dresden, varios centros de oración, el cementerio, el Remo, de la Florita, la delegación de la Armada, la oficina de vuelos, la radio -¿seguirá emitiendo picaflor rojo?- el club de fútbol, los negocios de buceo, el de las langostas, cuya pesca es la principal fuente de ingresos de la isla, la oficina de correos de Jorge Palomino (un hombre de buen corazón, o así lo recuerdo, como a otros muchos isleños) que hacía de banco y en cuya caja fuerte se guardaban las hostias consagradas para todo el año... todo, como quien dice.
Y por lo que se refiere a la zona llamada El Palillo, donde María Eugenia Beéche, la hija de Blanca Luz Brum Elizalde, tenía abierta hace siete años su preciosa hostería Daniel Defoe, donde algunos cuadros de su madre iluminaban el comedor con el tema irrenunciable de ese Robinson que se vio obligado a construirse una vida nueva con los restos de la que había llevado hasta entonces. Blanca Luz Brum, la compañera del pintor Siqueiros, el de la vida intensa y airada, fue la que abrió la primera hostería de la isla y ahí, en El Palillo, estaba su última cabaña. ¿Qué habrá sido de sus cuadros y de lo poco que de ella quedaba? ¿Y de la casa de Raimundo Bilbao, la que había sido del legionario y mercenario francés Henri Simon, otro de los personajes de la isla? Marcos Errázuriz vivía cerca y envió un mensaje diciendo que las casas por las que preguntaba habían sido arrasadas, como la del guarda Jorge Angulo. Otros que vivían más arriba han sobrevivido y no tienen sus casas arruinadas.
Estuve en Juan Fernández hace ahora siete años, me pateé la isla en solitario, sintiendo una emoción que ahora vuelve intensa en la tristeza por el dolor ajeno, escuché las historias de los isleños, las leí también en una precaria biblioteca pública que imagino, por el lugar en el que se encontraba, se habrá llevado el mar, estuve en la excavación de Puerto Inglés, donde el norteamericano Bernard Keiser busca desde hace mucho un tesoro legendario, y que por su situación y la altura de las olas estará arrasada. Porque ése, el lugar en el que se encontraban las edificaciones y se hacía la vida, ha sido determinante en la destrucción del pueblo. Casi a ras del agua. Esa parte de la isla no tiene playa de arena y el mar rompe en la orilla abrupta contra unos cantos rodados de gran tamaño.
Eso mismo pasó en 1751, con el primer intento, ya muy tardío, de fortificación y asentamiento español de la isla. El maremoto de aquel año mató a unas cuarenta personas, las que estaban establecidas en la orilla.
Entre la lista de fallecidos actuales, el de don Luis Pettersen, de 92 años, el eterno candidato a alcalde de la isla por el PC chileno, una persona de verdadera valía, lo que los chilenos llaman un caballero, bondadoso, pensando siempre en la manera de sacar adelante aquella isla que no sólo es un parque nacional donde crecen especies botánicas únicas, que necesita medios de subsistencia, además del turismo y la pesca de la langosta. Un empeño en el que fracasó el robinsón suizo Alfred de Rodt, que enterró en la isla toda su fortuna. Y junto a la figura del anciano Pettersen, la de ese joven catalán que se había asomado a la flora del paraíso: Miguel Marín. Y la del abuelo desconsolado que ha perdido a su nieto. Muertos unos, desaparecidos otros. En las palabras que llegan de la isla el alivio se ve mezclado con el desconsuelo.
No cuesta mucho imaginar el pánico padecido por los habitantes de la parte baja de San Juan Bautista y la búsqueda a la desesperada de altura por el estero que lleva a la plataforma del Yunque, al valle de lord Anson, o los senderos que permiten alcanzar las cuevas de los patriotas o el camino al mirador de Selkirk o calle La Pólvora arriba.
Pueblo aperrado el chileno, dicen para referirse a esa forma corajuda de ser de la gente humilde, la de menos recursos, la que levanta con sus manos sus casas en los cerros movedizos del Puerto o en Juan Fernández.
La huella que han dejado en tu memoria y en tu afectividad los lugares por los que has pasado revelan su verdadera importancia y su valor profundo cuando el desastre, el miedo o la incertidumbre se abaten sobre lo único que de verdad importa en los viajes: las personas con las que en ellos te cruces